Podría decir que soy adicta a llorar.
Es en serio, no se extrañen, me encanta
llorar con intensidad. Eso me permite soltar las cosas, todo lo que siento.
Esos monstruos que se aferran a mis entrañas
salen despavoridos cuando suelto agua salada por los ojos.
Quizá no es muy bonito al principio. Lo
admito, el acto de llorar es un asco: se te tapa la nariz, los ojos se te ponen
rojísimos y sientes que tu cara la pusieron junto a una hornilla. Pero la
sensación al darte cuenta de que tus ojos pararon, de que ya estas lista para
respirar hondo y de que tu cabeza, justo como una ciudad luego de la lluvia,
esta limpia y clara, es la mejor sensación del mundo.
Lo de que soy adicta, no quiere decir
que lo hago todos los días y tampoco que lloro por todo, pero mi organismo lo
utiliza para drenar cuando ya no puedo más, limpia con una mopita y con mucho
cuidado mi interior y deja todo limpio y reluciente.
Otra cosa importante que debería acotar
es que no solo lloro de la rabia o de tristeza. Una de las mejores cosas de la
vida (y creo que todos deberían hacerlo por lo menos una vez en su vida) es
llorar de felicidad.
Nadie nunca nos enseña a llorar y aun
así fue nuestra primera forma de comunicarnos.
Así que los invito a llorar. Es quizás
el peor lema para poner en una tarjeta de invitación pero es en serio: Lloren.
Lloren con intensidad.
Ya sea por rabia, de la risa, por amor o desamor, de tristeza o de
felicidad, por muchas cosas o pocas, incluso por borrachera. Pero lloren,
lloren no solo por llorar. Lloren porque admiten que, de vez en cuando es bueno
sacar todas las cosas para que reciban un poco de sol.